Como habrá sido evidente con la lista de autores incluida en el capítulo sobre Borges, mis primeras lecturas tuvieron una etapa decididamente rusa. Recuerdo haber leído todo Puschkin y Gógol en la colección Joya de la editorial Aguilar. Me impresionaron, sobre todo, Eugenio Onieguin, La hija del capitán y, por supuesto, El capote y La nariz. Leí también a Turgueniev, aunque menos (el autor de Padres e hijos tuvo la mala suerte histórica de quedar entre los fundadores de la literatura rusa y los gigantes, y ensombrecerse irremediablemente), pero nada se compara al impacto que me causó la tríada Dostoyevski, Tolstoi, Chéjov.
¿Por qué será que en tantas biografías de lectores el encuentro con los rusos es un capítulo aparte, normalmente situado en la adolescencia? No hay experiencia de lectura, experiencia a secas, que se compare a tener diecisiete años y leer, por primera vez, Los hermanos Karamázov o Ana Karénina. No son libros cualesquiera, son cataclismos; son, como exigía Kafka, golpes de martillo en la cabeza. Aunque son obras para toda la vida, sospecho que suelen ir asociadas a la adolescencia o primera juventud porque son de las pocas que están realmente a la altura de los cambios y metamorfosis que se experimentan entonces. Como el despertar sexual o una crisis de fe, leer Guerra y paz o Demonios es más un acontecimiento vital que libresco.
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